Los derechos a la libertad de información y a la libertad de expresión son derechos básicos en cualquier Estado que pretenda calificarse de mínimamente democrático. En el caso de España, nuestra Constitución, que data de 1978, recoge en su artículo 20 el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción” y el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”.
Obviamente, estos derechos no son absolutos, tienen límites. Uno de estos límites se encuentra en “el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”, que en el caso de España también se recoge en su Carta Magna, concretamente en su artículo 18.
Los derechos a la libertad de información, de expresión, al honor, intimidad personal y familiar y a la propia imagen, tienen categoría de derechos fundamentales. Es decir, poseen la máxima protección dentro del texto constitucional, pues su modificación requeriría de aprobación por mayoría de dos tercios de cada Cámara, disolución inmediata de las Cortes, que las Cámaras elegidas deban ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado asimismo por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras.
Ahora bien, la dificultad no se encuentra tanto en el reconocimiento de estos derechos si no en cómo se garantiza su cumplimiento por parte de las autoridades públicas del país en cuestión. En cómo se consigue precisamente que el ejercicio de la información y la libre expresión no colisionen con el honor de los afectados y viceversa.
Si lo señalado implica una dificultad considerable, mayor aún es la controversia si tenemos en consideración que los canales de publicación de informaciones y expresiones evoluciona con el paso del tiempo. Cualquiera puede observar como el acceso cada vez más generalizado de la población a Internet ha incidido de forma clara y directa en cómo el ciudadano accede a las informaciones. Un ejemplo claro se encuentra en la desaparición de periódicos en papel. Y en este sentido, las redes sociales han tenido mucho que ver, pues son un mecanismo que otorgan un altavoz a cualquiera que las use.
Y a todo esto debemos sumar que estos cambios en los mecanismos de difusión de informaciones y expresiones se llevan a cabo a una velocidad superior a la que el legislador regula toda esta clase de cuestiones. Una muestra clara de ello lo encontramos en España, donde la Ley Orgánica que regula el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen es de 1.982, mientras que la Ley Orgánica que recoge el derecho de rectificación data de 1.984. En el primer caso, su última reforma fue de 2.010, mientras que en el segundo supuesto su articulado se encuentra inalterado desde su aprobación.
La Ley Orgánica de Protección al Honor, como su nombre indica, intenta otorgar protección al honor de quien se vea afectado por la publicación de una información o expresión que pudiera afectarle de alguna forma. El atentado contra el honor puede originar un daño moral que merezca ser resarcido. Por su parte, la Ley Orgánica de Rectificación busca otorgar al afectado por una información publicada un mecanismo por el que lograr que el medio de comunicación publique su versión de lo ocurrido, de manera que quien reciba la información pueda disponer también de su contraversión. En esta ocasión, no es preciso entrar a valorar la veracidad o no de la información. Sólo se pretende un mecanismo relativamente rápido (cuestión distinta es lo que ocurre en la práctica con la demora normalizada de los juzgados y tribunales) para lograr que la versión del afectado sea publicada con una difusión similar a la noticia.
No es necesario hacer un estudio antropológico para poder afirmar con total rotundidad que la sociedad de 1.982, 1.984 y 2.010, no recibía la información por los mismos canales que existen hoy en día, entre ellos las redes sociales que, como señalábamos en párrafos anteriores, conceden un altavoz a cualquiera. Desde a un medio de comunicación tradicional, a periodistas de reconocida solvencia, como a cualquier difamador sin un mínimo de ética.
Lo relatado propicia que en España dos de los principales instrumentos normativos existentes que pretenden encontrar el equilibrio entre los derechos que venimos citando a lo largo de estas frases tengan su origen en una época en la que el legislador ni siquiera podía imaginar que en el futuro el ciudadano medio pudiera ser bombardeado de forma inmediata, en diferentes dispositivos que le acompañan en su día a día, por múltiples informaciones que, en algunos casos serán verdaderas y en otras situaciones serán auténticas falacias. Han tenido que ser los juzgados y los tribunales quienes, ante la inoperatividad del legislador, han ido interpretando estas normas, permitiendo así que puedan resultar de aplicación (con mayor o menor dificultad, según el caso en cuestión), a pesar de los cambios sociales que se han ido produciendo en el mundo de la información.
Sin lugar a dudas, la popularización de las redes sociales ha propiciado que el término “bulo” sea cada vez más empleado en el lenguaje coloquial, lo que es prueba del mal uso, cada vez más generalizado que, de forma torticera, se realiza de estos instrumentos. Muestra de ello es el libro que recientemente ha publicado mi compañero Rubén Sánchez García, Secretario General de FACUA y Patrono de la Fundación FACUA, cuyo título es “Bulos: Manuel de Combate”. Rubén, como periodista y activista, ha sufrido durante años en primera persona qué supone ser víctima de bulos y cómo intentar defenderse en estas situaciones. Lamentablemente, el caso de Rubén no es un supuesto aislado.
La gravedad de los bulos es clara. En España parte de los casos más graves se han presentado tras las inundaciones sufridas en Comunidad Valenciana como causa de una dana. Sin duda, estas inundaciones suponen una de las mayores catástrofes climatológicas de los últimos años en la península Ibérica. Pues bien, en este contexto de desastre natural, de emergencia nacional, medios de comunicación tradicionales, a los que se les presumía cierta solvencia informativa, llegaron a hacerse eco de informaciones falsas tales como, por ejemplo, que en un parking subterráneo había una gran cantidad de fallecidos, siendo algo totalmente falso. Cabe preguntarse el motivo de estos hechos. Probablemente sea una mezcla de la gran difusión de la información falsa con la inmediatez que se exige tengan las informaciones, con incluso, en algunos supuestos, una intencionalidad clara de que dicha información falsa sea tenida por cierta por una gran parte de la sociedad.
Nos encontramos ante una realidad en que determinados influencers o pseudomedios de comunicación tienen igual o mayor difusión que cualquier medio de comunicación tradicional que emplee un mínimo de seriedad y rigor periodístico en sus publicaciones. Pero eso sí, asumiendo una responsabilidad bastante menor.
Todas estas situaciones han llevado al actual Gobierno de España a anunciar en distintas ocasiones que tiene la intención de emprender reformas normativas con el objeto de otorgar una mayor protección a la ciudadanía ante esta nueva realidad que suponen las redes sociales.
En este sentido, la última reforma anunciada consiste en la modificación de la Ley Orgánica del Derecho de Rectificación de 1.984. El Gobierno ha anunciado que tienen la intención de ampliar su ámbito de aplicación a los influencers, entendiéndose por estos a los usuarios que cuenten con más de 100.000 seguidores en una única plataforma, o 200.000 de forma acumulada en varias, ya que muchas veces sus contenidos tienen un alcance mayor que los medios tradicionales.
Desde FACUA nos hemos mostrado a favor de esta nueva medida. Otra cuestión es que se consiga o no llevar a cabo, pues las leyes orgánicas en España requieren para su modificación de mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Dicho sea con otras palabras, la simple voluntad legislativa del Gobierno no es suficiente. Y claro, aquí entran en juego no sólo los intereses de los ciudadanos y de la propia salud de la democracia española, si no los intereses propios de determinados partidos políticos que, no en pocas ocasiones, se alimentan de estos bulos.
Así, igual que desde FACUA nos hemos mostrado a favor de esta medida, también hay voces que se han pronunciado indicando que nos encontramos ante mecanismos de censura. Curiosamente, gran parte de los medios y/o influencers que realizan estas críticas son quienes más incurren en la difusión de bulos. Igual que aquellos grupos parlamentarios que fomentan estas conductas. Como suele decirse, casualidades de la vida…
Pues bien, llegados a este punto volvemos a encontrarnos en la posición de salida, en la dificultad que implica encontrar un equilibrio entre todos estos derechos que deben ser fundamentales para cualquier ciudadano que resida en un Estado que se considere mínimamente democrático. Y en este sentido, cabría preguntarse, ¿debe existir un derecho a difundir informaciones falsas que condicionen la opinión social, sin que ello implique consecuencia alguna para el autor de dichas publicaciones? ¿Acaso una sociedad democrática no merece precisamente que sus ciudadanos puedan discernir cuándo nos encontramos ante una información veraz, una información falsa o simplemente una mera opinión?
Si puede concluirse que una sociedad democrática requiere que se garanticen los derechos a la libertad de información y a la libertad de expresión, será necesario articular mecanismos que permitan precisamente salvaguardar tales derechos ¿Y qué mejor forma de lograr este propósito que garantizando que cualquiera que publique informaciones con amplia difusión tenga que asumir, como mínimo, las mismas responsabilidades y consecuencias por ello que las que asumen los medios de comunicación tradicionales?
Enarbolar por bandera el argumento de la censura por aquellos pseudomedios o influencers que pretenden encontrarse en una situación en la que la normativa no pueda afectarles (o afectarles en menor medida) a pesar de la difusión de su actividad que, dicho sea de paso, suele venir acompañada de rendimientos económicos directamente relacionados con estas actividades, no sólo supone una clara discriminación frente a medios de comunicación que actúan con la diligencia y responsabilidades necesarias, si no que pueden llegar a atacar los pilares básicos de una democracia. ¿Acaso es casual que en uno de los países que presume de tener una de las democracias más consolidadas del mundo, las urnas hayan subido nuevamente al poder a una persona que recomendó durante una pandemia mundial beber lejía, que fomentó un golpe de Estado, y que este nuevo presidente vaya a contar entre su equipo de asesores más directos con el propietario de una de las mayores redes sociales del mundo?
Miguel Ángel Serrano Ruiz
Secretario de la Fundación FACUA para la Cooperación Internacional y el Consumo Sostenible
Vicepresidente de la Asociación de Consumidores y Usuarios en Acción-FACUA
Doctor en Derecho
Máster Derecho Patrimonial Privado en el Mercado Global
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