Cuando hace casi dos siglos exactos nacieron las Trade Unions y se convirtieron en el principal instrumento de defensa de los centenares de miles o millones de trabajadores de la producción en cadena seguro que a ningún catedrático, a ningún ingeniero ni, por supuesto, a ningún policía se les pudo pasar por la cabeza que sus descendientes, ejerciendo esa misma profesión, podrían estar afiliados a un sindicato, entonces Enemigos Públicos n.º 1 del Progreso para -¡ojo a la contradicción!- la gente piempensante y conservadora.

Pero, examinando las cosas con la perspectiva que presta la distancia, todos los estudiosos de la Historia reciente coinciden en que las organizaciones obreras fueron un instrumento trascendental en la ordenación social que permitió llegar a este siglo nuestro con medio planeta y un gran porcentaje de la población de esa mitad presumiendo de “bienestar social”.

Ese Bienestar Social parecía hasta hace muy poco tiempo un logro “natural” de la Historia de la Civilización, algo así como el aprovechamiento del fuego o la domesticación de las gallinas. Todos creíamos que seguiría extendiéndose y nadie (o casi) que, en un tiempo muy corto, podrían producirse en el mundo cambios radicales en la dirección contraria máxime cuando habíamos dejado atrás los horrores totalitarios del siglo XX.

Sin embargo, normas globales seculares que existían hasta hace nada han saltado por los aires. Existe una amenaza palpable de que quede arrumbada la ordenación que la humanidad fue modelando lentamente durante milenios y, en su lugar, se instaure un escenario global que, hasta ahora sólo aparecía en la ficción de los comics y películas de Batman y otros “personajes de planetas lejanos”. Y lo más grave es que la posible ruina de todo ello no se deba al imperio de fuerzas llegadas del exterior a la Democracia sino que provenga principalmente de la que la parieron: Europa y los Estados Unidos de América.

Está en peligro de desaparición de ese humanismo que comenzó a perfilarse en la com-pasión escenificada ejemplarmente en la Ilíada (s. VIII a. de C.) cuando el padre de Héctor visita a Aquiles para pedirle el cuerpo del hijo al que éste había matado y ambos lloran por los muertos en ambos bandos de la contienda. Fue forjando sus normas generales de comportamiento desde el “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagany, después de pasar por eldevolver bien por mal” del cristianismo, llegaba al concepto kantiano de que la bondad de las propias acciones se confirmaba si eran también buenas para todo el mundo y a la formulación marxista sobre la posibilidad de la igualdad real universal.

Es verdad que ello no era más que un desideratum todo lo contrario que frecuente, pero servía como norma genérica de conducta hecha carne en la práctica estricta de determinadas personas puestas como ejemplo de perfección.

Pero ahora, de la noche a la mañana, todo esto está siendo subvertido o pervertido y ya el ejemplo no está ni en la santidad ni en la honradez y, ni siquiera en los mitos simbólicos que se fueron transmitiendo de generación en generación sino en predicar una línea de conducta malévola y en decirlo y hacerlo, además, sin complejos.

Estamos viendo diariamente como ya no triunfan ni los santos ni los héroes sino gente sin ética que brillan tanto en la política como en los negocios al usar con descaro, torticeramente y en propio provecho (tanto ellos como sus influencers. fundadores de las “nuevas órdenes religiosas” de nuestro tiempo) los instrumentos de la libertad, la igualdad y la solidaridad que se fueron acuñando en cada época para fomentar los valores de la convivencia y el bienestar general .

La altura civilizatoria en la que aun nos encontramos nació con el mercantilismo y la Revolución Francesa al extenderse la posibilidad general de acceder a los valores de uso y de cambio. Estos últimos dependían en su accesibilidad de la oferta y la demanda pero entonces muchos de los llamados “de uso” (los ríos, los mares, el aire, los bosques… ni otros, como caminos, puertos o puentes, liberalizados de manos feudales el día de la toma de la Bastilla) al no estar “domesticados” y no poder generar ni ganancias ni, en consecuencia, plusvalía eran gratuitos.

De entonces acá hemos vivido como si esto continuara igual pero no es así: muchos bienes de uso, pertenecen ahora en realidad a gigantescas corporaciones industriales y son utilizados, lógicamente, para fines particulares desarrollando técnicas que, en el fondo, no están muy alejadas de las que se servían quienes en la Edad Media propalaban leyendas y supersticiones semejantes a los bulos actuales.

En la etapa trascendental del colonialismo decimonónico los Poderes (con mayúscula) usaban los ejércitos tanto contra los nativos zulús como contra los obreros de las fábricas europeas (un aparte: ¿por qué en el relato del período colonial español no salen ni los apaches, los siux o los arapahoes y sí en el de los franceses, los ingleses o los “rebeldes” norteamericanos?); ahora ya no hacen falta: basta con usar los nuevos medios de comunicación y lograr con ello que los mismos inmigrantes o sus descendientes quieran echarlos y estigmatizar a cuantos apoyan recibirlos igualitariamente.

Es todo esto lo que debería hacerse evidente cuando hoy, tal como sucedía en los estertores del Ancienne Regime, no se sabe si quienes mandan son las Naciones o las Corporaciones, se hace absolutamente necesario un Movimiento de Consumidores y Usuarios, internacional e igualitario – ahora “interclasista”- de la misma manera que hace dos siglos lo fueron las Trade Unions, madres de los sindicatos “de clase” porque, como entonces y aunque ello sea importante y hasta necesario, no basta con detenerse en la reivindicación inmediata: es preciso parar a éstos que, disfrazados de “modernos”, pretenden cegar el camino de la civilización.

Antonio Zoido
Licenciado en Filosofía por las Universidad Gregoriana de Roma y la Universidad Complutense de Madrid
Miembro de la Fundación Machado (Cultura Tradicional) y del Consejo Asesor de la Bienal de Flamenco de Sevilla
Patrono de la Fundación FACUA