En una publicación realizada en México en 2007 sobre la ineficacia de las normas jurídicas en la teoría pura del derecho, Raúl Calvo Soler señalaba que la eficacia de una norma, según Kelsen, se concreta en una doble y disyunta condición: una norma es eficaz si, y sólo si, dadas las condiciones de aplicación de la misma, o bien es acatada por los sujetos sometidos al orden jurídico o bien los órganos jurídicos aplican la sanción que es parte de dicha norma. 

Agregaba que la eficacia se define por la conexión disyuntiva entre dos condiciones, la negación de la eficacia equivale lógicamente a la conjunción de sus elementos negados, esto es, una norma es ineficaz si, y sólo si, dadas las condiciones de aplicación de la misma esta no es acatada y tampoco es aplicada la sanción prescrita. Existen numerosos sitios disponibles en los cuales se define la “desuetudo”. Uno de ellos explica que esta situación se configura cuando la costumbre o el uso social prescinden totalmente de una ley y actúan como si ella no existiera. Ello se debe, como es obvio, al divorcio existente entre la norma y el medio social para el que ha sido establecido. La desuetudo es la manifestación más importante, en el contexto de la Teoría Pura del Derecho, de la relación entre la validez, como forma de existencia de las normas, y la eficacia, como forma de mantenimiento de la existencia. 

Desde los comienzos del tratamiento de las multifacéticas relaciones de consumo y  posteriormente del derecho del consumo como disciplina jurídica en expansión en todos los ámbitos involucrados, -desde los mercados a la academia, atravesados por  los poderes públicos y la actividad cotidiana de los actores principales-, hemos  observado sucesivos y paulatinos cambios, primero en los comportamientos y luego  en las legislaciones aplicables, en una suerte de “causa-efecto” repetida e inevitable,  ya que las respuestas de estas últimas siempre han ido un paso atrás de los hechos  registrados por la realidad planteada por los escenarios de intercambio de bienes y  servicios para el consumo. 

La cita de la “desuetudo” puede aparecer como algo límite, brutal o terminal, producto de rebeliones sectoriales y causantes de cierto caos social, pero sin llegar a ese punto, podría afirmarse sin duda, que existen numerosos ejemplos visualizados en el continente americano, por referirnos a una región comparable y conocida mayoritariamente, que serían claras demostraciones de esas malas prácticas que generan perjuicios de magnitudes diversas al universo de los consumidores. Doy  como ejemplo reciente, el producido a partir de enero de 2021 en Argentina, cuando la empresa proveedora de servicios de televisión por cable e internet con mayor  cantidad de clientes en el país, frente a los límites impuestos por el Ente nacional  Regulador de esas actividades, que había fijado un incremento máximo en las tarifas  a los usuarios del 5%, remitió las facturas con aumentos del 20%, durante los  primeros tres meses del año, desoyendo las decisiones e intimaciones oficiales para  no hacerlo. 

Esta “rebelión empresaria”, podría encuadrarse en este caso, en cuestiones que trascienden el mercado para alojarse en la política, la oposición sistemática al Gobierno en ejercicio y otros aspectos que no serán objeto de análisis en esta oportunidad; pero no hay dudas que ejemplos de este tipo son asimilables a otros, que, con menos implicancias masivas entre los consumidores, son igualmente perniciosos para los intereses y el ejercicio de los derechos por parte de estos.

Los comportamientos cambiantes de los proveedores durante los últimos veinte  años, para enmarcar la cuestión temporalmente y en coincidencia con la irrupción  masiva de la Internet y sus innovaciones en el ámbito global, nos dejan igual cantidad  de ejemplos sobre la “no adaptación oportuna” de las normas aplicables a los  cambios en tiempo real; la reinvención de comportamientos comerciales engañosos  y las nuevas modalidades de abuso de posiciones frente a los sectores más  vulnerables en las relaciones comerciales. Obsérvese que no se ha nombrado aún a “la pandemia”, como factor desequilibrante de cualquier situación de estabilidad que se pretenda y que, como se verá, actualmente mantiene la primera posición en el podio mundial de causales que enrarecen las relaciones de consumo, generan mayor asimetría e incrementan la vulnerabilidad de los consumidores. 

Los efectos de la COVID-19, tema tratado exhaustivamente desde todas las ópticas que se escoja, han sido devastadores y no solamente en los aspectos sanitarios y económicos en todas las naciones del Planeta. En el reciente Informe macroeconómico 2021 del Banco Interamericano de Desarrollo -coordinado por Eduardo Cavallo y Andrew Powell- y denominado “Oportunidades para un mayor crecimiento sostenible tras la pandemia” se afirma que el año 2020 será recordado como uno de los más difíciles de la historia moderna.  La caída de 7,4% del PIB es la más grande registrada en América Latina y el Caribe en un solo año, al menos desde 1821. 

La pandemia global generó una triple parada súbita, con confinamientos y restricciones a la movilidad humana, colapso del comercio y de los precios de las materias primas, e impactos en los flujos financieros. Algunos países de la región tuvieron problemas particularmente graves tanto en términos de la crisis sanitaria como en términos del crecimiento.  

Las economías dependientes del turismo fueron golpeadas con especial dureza. Otros países sufrieron más casos de COVID-19, hospitalizaciones y muertes de lo que se podría haber esperado. Entre las explicaciones potenciales de este impacto desproporcionado están los altos niveles de urbanización y la densidad demográfica, la informalidad, la mala infraestructura sanitaria, la falta de conectividad para trabajar en casa, escasa vigilancia del cumplimiento del confinamiento y posiciones fiscales débiles al comienzo de la crisis -lo cual limitó los recursos para las medidas de apoyo-. 

Con un perfil más centrado al consumo, existen estudios verificables en la Internet, que dan cuenta del incremento global producido durante el año 2020 en la utilización masiva del comercio electrónico, los sistemas de entrega a domicilio de mercaderías -delivery-, la economía digital y colaborativa, los medios de pago electrónicos -home banking, billeteras digitales, bancos digitales-, la Internet de las cosas -IOT- y la inteligencia artificial. 

Esta nueva realidad, que pretende constituirse en “nueva normalidad”, plantea algunos aspectos que es importante citar: la “pospandemia” que la comunidad  internacional aguarda con esperanza, nos devolverá alguna vez una normalidad diferente a la que concebíamos antes de fines de 2019; los hábitos de consumo,  además de las conductas regidas individual y colectivamente por “protocolos” sanitarios, seguramente continuarán en esas condiciones, desconociéndose en la  actualidad si podrán ser más flexibles o estrictas en el futuro; la permanente tarea de recuperar la confianza entre los consumidores y proveedores será ardua y  relevante, toda vez que la “hipervulnerabilidad” como situación agravada de las  asimetrías ya referidas ha generado nuevas figuras que merecen la atención por parte  de las normas y autoridades específicas en todo el mundo. 

Las Directrices de las Naciones Unidas para la Protección del Consumidor del 22 de  diciembre de 2015 -Resolución 70/186-, han incorporado a la “vulnerabilidad” -III,  5 b)-, que normas posteriores han ampliado, como es el caso de Argentina, mediante  la Resolución 139 del 27/5/20 de la Secretaría de Comercio Interior, definiendo los  consumidores y consumidoras hipervulnerables a quienes en razón de la edad,  género, estado físico o mental, circunstancias sociales, económicas, étnicas o  culturales enfrenten especiales dificultades para ejercer con plenitud sus derechos  como tales. 

Otro aspecto planteado por las Directrices se refiere a la solución de controversias y compensación -F, 37-. Requiere a los Estados la implementación de mecanismos justos, efectivos, transparentes e imparciales para atender las reclamaciones de los consumidores, por medios administrativos, judiciales y alternativos de solución de controversias, incluidos los casos transfronterizos. 

Este aspecto, también ha sido regulado en Argentina, mediante la Resolución 139/20 citada, que impone atender los reclamos que involucren derechos de niños, niñas y adolescentes. Más recientemente, mediante la Resolución 236 del 11 de marzo de 2021, la misma Autoridad Nacional de Argentina ha incorporado a los y las adolescentes de 13 a 17 años, entre las personas habilitadas para ejercer sus derechos como consumidores mediante las instancias disponibles y previstas en las leyes de protección del consumidor. 

Las decisiones adoptadas por las autoridades específicas de protección de las y los consumidores sin dudas apuntan a paliar los nuevos inconvenientes que, en esencia, no son tan nuevos, sino que se repiten con otras modalidades desde que las sociedades se interrelacionan mediante el comercio, la industria y la producción y el consumo en general. Ello no obsta a que se reitere, con pesar, que las soluciones siempre llegan luego de producidos los daños, a pesar de repetirse machaconamente desde todos los sectores, que la prevención, la educación para el consumidor y la participación asociativa, sumada al accionar de las instituciones públicas destinadas a esos fines, deben mejorar las condiciones de buena fe, solidaridad y sana competencia para erradicar los comportamientos censurables de quienes intervienen en nuestros mercados. 

Para concluir, vaya una breve reflexión sobre un concepto señalado al principio. La flexibilidad o dureza de las normas regulatorias de las conductas humanas no serán, en ningún tiempo, las que determinarán que los comportamientos humanos se ajusten a los valores éticos y morales esperados para cualquier comunidad organizada. Los buenos resultados se visualizarán sí, y sólo sí, las conductas humanas se ajustan a los límites impuestos por la buena fe, la confianza y la solidaridad entre las personas. Este sería un buen comienzo.

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José Luis Laquidara. Abogado argentino. Consultor en Derechos del Consumidor y Arbitraje. Asesor de la Fundación Ciudadana por un Consumo Responsable