El 24 de mayo de 2015, medio año antes del 22 de diciembre, cuando la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas aprobó con su resolución 70/186 las Directrices para la Protección del Consumidor, el Papa Francisco emitió su Carta Encíclica Laudato Si´, recordando a su inicio un cántico atribuido a San Francisco de Asís alusivo a nuestra “casa común”.
En esta magnífica obra, que abarca muchos aspectos relacionados con nuestra especie y el planeta en que vivimos, expresa su autor, quien lidera a más de mil doscientos millones de católicos, que “la humanidad ha ingresado en una nueva era en la que el poderío tecnológico nos pone en una encrucijada. Somos los herederos de dos siglos de enormes olas de cambio: el motor a vapor, el ferrocarril, el telégrafo, la electricidad, el automóvil, el avión, las industrias químicas, la medicina moderna, la informática y, más recientemente, la revolución digital, la robótica, las biotecnologías y las nanotecnologías”.
Es justo alegrarse ante estos avances, y entusiasmarse frente a las amplias posibilidades que nos abren estas constantes novedades, porque “la ciencia y la tecnología son un maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios”, citando a San Juan Pablo II.
La tecnología ha remediado innumerables males que dañaban y limitaban al ser humano. No podemos dejar de valorar y de agradecer el progreso técnico, especialmente en la medicina, la ingeniería y las comunicaciones.
Agrega el Sumo Pontífice que no podemos ignorar que la energía nuclear, la biotecnología, la informática, el conocimiento de nuestro propio ADN y otras capacidades que hemos adquirido nos dan un tremendo poder. Mejor dicho, dan a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero.
Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo cómo lo está haciendo. Basta recordar las bombas atómicas lanzadas en pleno siglo XX, como el gran despliegue tecnológico ostentado por el nazismo, por el comunismo y por otros regímenes totalitarios al servicio de la matanza de millones de personas, sin olvidar que hoy la guerra posee un instrumental cada vez más mortífero y es tremendamente riesgoso quesu manejo resida en una pequeña parte de la humanidad.
Pero el problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo cómo la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional. En él se destaca un concepto del sujeto que progresivamente, en el proceso lógico-racional, abarca y así posee el objeto que se halla afuera. Es como si el sujeto se hallara frente a lo informe totalmente disponible para su manipulación, generando la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a “estrujarlo” hasta el límite y más allá del límite. Es el presupuesto falso de que “existe una cantidad ilimitada de energía y de recursos utilizables, que su regeneración inmediata es posible y que los efectos negativos de las manipulaciones de la naturaleza pueden ser fácilmente absorbidos”.
Esto impone desafíos, que son impuestos por la irrupción sin permiso en la vida cotidiana de todos, de nuevas tecnologías, cambios en los comportamientos y hábitos de consumo individuales y colectivos, producidos en cada participante en las redes sociales, las comunicaciones globalizadas y las reacciones que producen los fenómenos del conocimiento de los acontecimientos que suceden en cualquier punto de la Tierra en “tiempo real”. Nos enfrenta al paradigma ya referido, que preocupa seriamente, si alentamos la esperanza de mejorar, o al menos mantener, la calidad de vida que se ha visto afectada por los excesos producidos por la propia actividad humana.
Las nuevas Directrices para la Protección del Consumidor, al promocionar las modalidades sostenibles de consumo, las definen como necesidades de bienes y servicios de las generaciones presentes y futuras que se satisfacen de modo tal que puedan sustentarse desde el punto de vista económico, social y ambiental, y puesto que la responsabilidad del consumo sostenible la comparten todos, los miembros y organizaciones de la sociedad, los consumidores informados, los gobiernos, las empresas, los sindicatos y las organizaciones ecologistas y de consumidores desempeñan funciones particularmente importantes.
Para superar estos desafíos, los Estados miembros de las Naciones Unidas, en asociación con las empresas y las organizaciones pertinentes de la sociedad civil, deben formular y aplicar estrategias que promuevan el consumo sostenible mediante una combinación de políticas que incluyan medios tanto como reglamentos; instrumentos económicos y sociales; políticas sectoriales en ámbitos como el uso de la tierra, el transporte, la energía y la vivienda; programas de información para sensibilizar al público sobre las repercusiones de las modalidades de consumo; la eliminación de subvenciones que contribuyan a fomentar modalidades de consumo y producción no sostenibles; y la promoción de mejores prácticas de ordenación del medio ambiente específicas para el sector, entre otras medidas relevantes.
Son coincidentes los enfoques -del Papa y las nuevas Directrices- sobre la necesidad de recuperar valores esenciales entre las personas, más allá de sus roles, como son la confianza, la equidad, la justicia y la solidaridad frente al prójimo actual, respetando asimismo a los que en el futuro lo sean.
Los cambios en los paradigmas actuales de la producción y el consumo son necesarios, la recuperación de los valores citados también lo es. No existen recetas mágicas que permitan los cambios que en estos aspectos requiere la humanidad, sino que solamente podrán ser posibles si en lo inmediato, cada integrante de nuestras sociedades, con mayor o menor desarrollo económico, más oportunidades o carencias frente al consumo de bienes y servicios básicos, establece estas premisas entre sus prioridades individuales para extenderlas a lo colectivo.
La Internet de las cosas, la economía colaborativa, el exponencial crecimiento de las redes sociales, las comunicaciones globales, el comercio electrónico y otras incorporaciones a la vida cotidiana en nuestras regiones, debe mantener un necesario y sano equilibrio con lo que se haga en los ámbitos públicos y privados sobre la salud del consumidor, los alimentos, el agua, los productos farmacéuticos, la energía y los servicios públicos, como también los aspectos específicos de turismo.
Esto lo plantean las nuevas Directrices, a meses de su aprobación. Cabe en esta instancia preguntarnos si a partir de su necesaria y paulatina implementación por las naciones, mejorarán las condiciones del mundo que estamos dejando como herencia a quienes nos sucedan.
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José Luis Laquidara, argentino, con amplia experiencia en el servicio público de protección al consumidor en su país.