Un manual de estilo es el compendio de reglas que explica, mediante signos y conceptos simples, qué es una organización dotándola así de una identidad determinada, la identidad corporativa, a fin de dar cohesión a sus integrantes y definirla ante los demás.
Aunque, de manera intuitiva, todo ello estuviera presente desde hace mucho en la Historia, fue sólo desde hace poco cuando la cuestión adquirió peso específico hasta dar lugar a una Ciencia, la Semiología, de la cual, desde finales del siglo XIX tiró el mundo más avanzado para crear símbolos que “vendían” cualquier cosa, o sea, transmitían una buena imagen de ese producto y daban credibilidad al que lo hacía ya fuera una empresa, un medio de comunicación o un país. Para todo ello fue, precisamente, para lo que se crearon los Manuales de Identidad Corporativa y de Estilo.
Cuando esto sucedía, España hacía tiempo que se había desenganchado del tren del Tiempo Histórico y por eso no se subió a aquél en el que viajaba, con esos manuales bajo el brazo, la mitad de Europa y la mitad de América del Norte.
Como, de todas formas, algunos rumores del mundo exterior le llegaban, aprisa y corriendo pergeñó una imagen que no correspondían a su realidad. Una imagen falsa pero que “daba de comer” y que, por eso, acabó pareciendo delinear la verdadera personalidad española, aunque aquello no fuera, realmente, sino una copia oxidada de la que forjaron una monarquía y una administración pro-francesas a principios del XVIII.
Como Francia, España tenía que ser uniforme, monoétnica, hija de un imperio antiguo, hablar una sola lengua… O sea: tenía que ser lo que no era porque, la verdad: la Península Ibérica llegó hasta allí siendo todo menos eso.
Su devenir histórico había sido muy diferente del de los territorios de su entorno desde los tiempos de Roma. Después, durante cerca de un milenio, caminó siendo un conglomerado de reinos (Navarra, León, Aragón, Castilla, Portugal, las taifas andalusíes…) en los que se producían diferentes idiomas (galaico-portugués, vasco, castellano, catalán, árabe-andalusí…; también, para colmo, el hebreo sefardí) además de leyes, normas y usos diferentes.
Luego Castilla, intentando llegar a Japón y a China por un camino diferente al de los portugueses, se topó con un continente del que nadie, ni en Europa, ni en Asia ni en África, había tenido noticia. y eso fue lo que –como sucede con cualquier otra sinécdoque- hizo del territorio peninsular una España uniforme, heredera de la Roma celeste de San Agustín y a la lengua castellana en su profeta.
Por entonces el devenir histórico y el comercio comenzaban a convertir lo que eran posesiones de una determinada casa real en territorios de los conglomerados humanos que los habitaban. Y, a partir de ahí, fueron ellos, los territorios, los que asumieron el papel de representar a sus respectivas colectividades. También, por ese tiempo, el Imperio español, traspasando la puerta de la decadencia, se ponía a girar como un satélite en la órbita del Rey Sol francés.
En esta piel de toro, con Portugal de nuevo independiente, nada quedó fuera de la horma: fue ahí donde se unificaron las leyes y se dictó no sólo que una de las lenguas habladas era la española sino, cómo, con qué acento y vocablos había de usarse: para eso fue creada la Real Academia correspondiente.
Eran los métodos que el despotismo Ilustrado usaba en Europa, desde la Rusia de los grandes Pedro y Catalina a la Corte de Richelieu, pasando por el Imperio de los Habsburgos, Prusia, Suecia o la Britania dominadora de las olas antes de que se lo llevara por delante la Revolución Francesa y la administración napoleónica, paradójicamente triunfante tras la derrota de Napoleón.
Y ahí fue donde, tras su pírrica victoria sobre el gigante corso, España se desenganchó del continente en que estaba anclada para pasarse un siglo entero dando tumbos.
Fue entonces cuando no se enteró de que debía construir su identidad corporativa y confeccionar su manual de estilo. Por eso (y aunque parezca banal, no lo es) uno llega hoy al cajero de un banco, mete la tarjeta y la máquina pregunta ¿español o catalán – algunas veces euskera-?, como si el catalán o el euskera no fueran lenguas tan españolas como el castellano y sin que quienes han confeccionado la pregunta caigan en la cuenta de que el inglés, en puridad, sólo es la lengua originaria de una parte de esa isla llamada Gran Bretaña que escribe el lema de su escudo nacional –Dieu et mon droite- en francés.
Hace tres siglos que la administración de Felipe V fundó la Real Academia Española de la Lengua con el sano propósito ilustrado de que en España y en la América española se hablara y se escribiera de manera uniforme. Sin duda su existencia fue importantísima para que el castellano de aquende y allende el océano se mantuviera como un sólo idioma, pero, en trescientos años ¿no ha existido ninguna ocasión para transformarla en Real Academia de las lenguas?
¿A nadie se le ocurrió que la asignatura llamada “Literatura Española”, de la enseñanza básica, media y superior incluyera las obras escritas en euskera, catalán y gallego?; cuando miles de sefardíes vuelven a retomar la nacionalidad española que se les negó al ser expulsados sus ascendientes, ¿nadie ha pensado en concedérsela simbólicamente a figuras tan relevantes como el filósofo Benito Spinoza o el Nobel Elías Canetti (de la Cañete conquense)?
Una nueva mentalidad en cosas como éstas –hay centenares de asuntos parecidos- encontrando el equilibrio entre el “debe” y el “haber” de las cuentas del pasado, sin duda contribuiría a rebajar la pugna insensata por volver cada cual por su cuenta a los reinos medievales o el empeño en enclaustrarse en la idea Imperial del siglo XVI.
Y tal vez, para ello, bastara con estructurar una identidad corporativa y un manual de estilo adecuados, algo así como los de la poderosa confederación Helvética, con cuatro (o más) idiomas y sin himno nacional.
Un país que pudo permitirse el lujo de presentarse en la Exposición Universal de 1992 con el lema “Suiza no existe”.
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Antonio Florencio Zoido. Patrono de la Fundación FACUA. Director de la revista “Razones de Utopía”. Miembro de la Fundación Machado y del Consejo Asesor de la Bienal del Flamenco de Sevilla.