Los contratos de adhesión son una institución jurídica que se ha expandido a lo largo y ancho del planeta, sin que América Latina y el Caribe sean una excepción a la norma, pero ¿qué es un contrato de adhesión?
Con casi total seguridad, todo lector entenderá el significado de la palabra «contrato». Se trata de uno de los pilares básicos del derecho privado encargado de regular las relaciones jurídicas entre particulares -físicos o jurídicos-. Precisamente, una de las características que diferencia al ser humano del resto de animales es su capacidad de relacionarse socialmente con acciones complejas que van más allá de meros actos instintivos, dotándonos para ello de leyes y contratos que rijan tales relaciones.
En sus orígenes, el contrato era fiel reflejo de la voluntad de las partes que habían llegado a un determinado acuerdo del cual surgían derechos y obligaciones para ambos. Mediante el contrato se establecían las cláusulas que las partes consideraban necesarias (escritas o verbales) para regular el acuerdo en cuestión y, con ello, poder exigir su cumplimiento.
En la actualidad, sin embargo, el sistema capitalista impuesto en la totalidad de los países occidentalizados requiere de una contratación en masa ágil y rápida, con la que poder adquirir bienes y servicios por parte de los consumidores, motor que mantiene viva la economía basada en el consumo. Hoy día resultaría impensable que un consumidor o usuario pueda dirigirse a una compañía de telefonía con el objetivo de acordar, de forma individualizada, las condiciones a regir en sus contratos, tratando de acercar posturas entre ambas partes en aspectos tan esenciales como el precio mismo del servicio. Debido a tal necesidad, surgió el concepto de «contrato de adhesión», donde las empresas (predisponentes) imponen un contrato prerredactado en los que el consumidor (adherente) tiene un nulo margen de negociación. En el mejor de los casos, las empresas pueden ofrecer diferentes opciones sin que ello sea sinónimo de un acto negociador.
Los contratos de adhesión limitan, por tanto, la capacidad de negociación de los consumidores a cambio de poder acceder a bienes y servicios de forma ágil y rápida, hecho del que se aprovechan las grandes empresas para abusar de sus posiciones dominantes e imponer al consumidor cláusulas que, con una libertad real, nunca suscribirían. Y es que, la libertad del consumidor no sólo se encuentra cercenada respecto a su capacidad transaccional, sino que también se encuentra anulada su propia libertad de contratación. Ningún ciudadano puede libremente decidir no contratar bienes o servicios que resultan básicos para una vida digna como el propio suministro eléctrico, o el acceso a las nuevas formas de comunicación. En determinadas ocasiones, el consumidor puede encontrarse incluso en supuestos de falta de libertad de elección al sólo existir una empresa que pueda ofrecer el servicio deseado.
Con la finalidad de paliar los graves perjuicios que dicha forma de contratación supone a la parte débil (el consumidor), el poder legislativo trata de imponer determinadas cargas a los empresarios para garantizar una cierta protección a los consumidores, obligándoles a facilitar a estos un mínimo de información o prohibiendo determinadas cláusulas que limiten derechos reconocidos por la ley. Muchas de estas legislaciones vienen impuestas incluso por instituciones supraestatales con el objetivo de crear unas garantías mínimas para todos. Se trata, no obstante, de una mera apariencia de garantía, garantías que son vulneradas de forma diaria por las grandes empresas con la expresa connivencia de los poderes públicos en perjuicio siempre del más débil, el consumidor.
La libre competencia tampoco ha resultado ser un buen mecanismo para autorregular el mercado y, con ello, las condiciones contractuales. El sistema tiende a acumular la riqueza en pocas manos, siendo estas manos dueñas de las grandes empresas poseedoras de los medios de producción necesarios para la ciudadanía, creándose auténticos oligopolios que comparten metas y, cuyos objetivos (el lucro) dista mucho de las metas consumeristas (el bienestar).
Derechos y obligaciones.
Un contrato de adhesión, al igual que todo contrato, despliega derechos y obligaciones para las partes intervinientes que han ser cumplidos de forma íntegra, respetando siempre los límites legales que ningún contrato puede sobrepasar so pena de nulidad o modificación del pacto. Pese a ello, la realidad dista mucho de las garantías teóricas que el contrato y la legislación aplicable otorgan.
Pongamos por ejemplo un contrato de prestación de telefonía móvil e internet. El consumidor tiene derecho a la prestación propia del servicio según la calidad contratada al precio establecido, y la obligación del abono de tal precio. La compañía, por su parte, tiene el derecho a percibir el precio, y la obligación de prestar el servicio en los términos convenidos. Sin embargo, ¿qué ocurre si la compañía decide modificar unilateralmente el precio del servicio? Se trata de una situación cotidiana y que sucede con pleno conocimiento de la Administración, la cual muestra una total y absoluta pasividad pese a su obligación de velar por los derechos de los consumidores. El consumidor está en su Derecho de interponer demanda contra la compañía para que le respeten el pacto, sin embargo, la realidad es que el consumidor demandará en contadas ocasiones ante el temor de tener que enfrentarse ante un gigante en un Juzgado, a sabiendas de que en ocasiones tendrá que afrontar unos gastos (abogado, procurador y posibles costas) que seguramente sean superiores a la subida propia de la tarifa. De este modo, el consumidor observará impotente cómo la compañía mutila el contrato subiendo la tarifa contratada, subidas que para la empresa suele suponer un aumento en los ingresos cientos de miles de euros, aumentando aún más con ello su poder y el desequilibrio entre las partes.
Pongamos otro ejemplo, mismo contrato de telefonía móvil e internet, ¿qué ocurre si el consumidor sufre cortes intermitentes en la línea de teléfono, o si la velocidad con la que navega en ocasiones es más baja a la contratada haciendo imposible una navegación fluida? Nuevamente, el consumidor está en su Derecho a demandar a la compañía para exigir el cumplimiento de la calidad del servicio contratado. Sin embargo, es el consumidor el que tiene que acreditar la mala calidad del servicio, por lo que debería hacer frente al pago de un perito que acreditase los problemas existentes para que la prueba tenga un sustento razonable, contando además con los gastos que podría conllevar el propio procedimiento judicial (abogado, procurador y posibles costas), lo que en la práctica supondrá desistir de iniciar acción legal alguna y, como mucho, cambiarse de compañía con la esperanza de que la nueva cumpla con sus obligaciones (cambio que, por cierto, puede suponerle una penalización al usuario que quizá haya suscrito una cláusula de permanencia impuesta por la empresa).
La realidad es que en contadas ocasiones los consumidores suelen ejercer sus derechos ante los tribunales competentes, transformándose de facto sus derechos en meras expectativas de que la empresa cumpla con sus obligaciones. De ello son plenamente conocedoras las grandes empresas y, mientras les siga rentando económicamente, seguirá existiendo abusos de los derechos de los consumidores.
Déficit de educación.
Uno de los grandes problemas sistemáticos es la propia redacción de los contratos. Las empresas suelen prolongar innecesariamente el clausulado haciendo uso de un tamaño de fuente minúsculo, consiguiendo con ello que el consumidor evada su lectura.
Incluso aunque un consumidor realice una lectura íntegra de su contrato, el uso de un excesivo vocabulario técnico-jurídico dificulta su comprensión, resultando ininteligible para una gran mayoría de la población.
Los sistemas educativos carecen de asignaturas jurídicas mínimas que faciliten a los ciudadanos a empoderarse a la hora de actuar en el tráfico jurídico-privado, siendo imprescindible que en la enseñanza obligatoria se dote al ciudadano de conocimientos básicos que le faculten el entendimiento del contenido del contrato de adhesión. No podemos olvidar que tales documentos regirán de forma indubitada parcelas imprescindibles de su futura actividad adulta (suministros, seguros, sanidad, comunicación, hogar, bancario, etcétera). No podemos olvidar que, la suscripción de determinados contratos sin un mínimo de conocimiento podría dar lugar a consecuencias tan graves como las vividas en los últimos tiempos, donde consumidores suscribían pactos que han coadyuvado a determinar desahucios masivos, o la pérdida de los ahorros conseguidos.
Soluciones.
Siendo realistas, resulta imposible desterrar el contrato de adhesión sin que ello venga precedido de un cambio profundo y radical del sistema donde el consumo deje de ser la piedra angular del mismo. Sin embargo, sí es posible encontrar remedios que amortigüen los perjuicios derivados de su uso:
- Una mejora educativa, incluyendo asignaturas en la enseñanza obligatoria donde aprendan conceptos jurídicos básicos útiles para toda la ciudadanía, informando de la existencia de sus Derechos, así como de los métodos para defenderlos frente a los posibles abusos.
- Una mejora legislativa, que otorgue una mejor protección a los ciudadanos ante los contratos de adhesión y que prevean sanciones con un objetivo realmente disuasorio, de manera que resulte materialmente imposible obtener lucro alguno ante cualquier incumplimiento normativo que sea sancionado.
- Una mejora en la Administración, aumentando los medios materiales y personales de la actividad inspectora, permitiendo así un control y seguimiento óptimo de la actividad empresarial.
- Una mayor agilidad procesal. Resulta incoherente que, en países como España, un consumidor que quiera demandar una cláusula abusiva de su contrato tenga que enfrentarse a un procedimiento ordinario que requiere de abogado y procurador con independencia de la cuantía del procedimiento, y cuya condena en costas podría ser muy superior a lo que conllevaría la nulidad de la propia cláusula. Habría de dotar al consumidor de cauces judiciales ágiles, sencillos y gratuitos que permitan el auxilio judicial ante cualquier sospecha de existencia de cláusula abusiva en sus contratos.
Para conseguirlo, los consumidores han de exigir dichas soluciones a los poderes públicos. Se han de defender frente a los abusos de manera colectiva, consiguiendo con ello una fuerza con la que poder enfrentarse a las grandes empresas sin complejo de inferioridad. Para eso existen las Asociaciones de Consumidores y Usuarios, por eso son imprescindibles y, precisamente por eso, son objeto de ataques constantes que han de soportar de forma estoica para el beneficio de todos los consumidores y usuarios.
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Alejandro García López. Miembro del Departamento Jurídico de FACUA. Licenciado en Derecho – Abogado.