El parlamento de la Unión Europea ha dado recientemente luz verde a una legislación que prohíbe la introducción de características que limitan la vida útil de los objetos. Esta legislación se propone además ampliar la posibilidad de reparación de los productos a un periodo de 10 años en los países de la Unión Europea. Las acciones de la Unión Europea constituyen un destello de esperanza frente a un modelo de desarrollo que ha causado grandes daños a nivel medioambiental y social.
La disminución intencional de la vida útil de las mercancías -inventada en la década de los 20 en Estados Unidos- junto con la digitalización de la información, el internet y las redes sociales han tenido un impacto importante en la precarización de nuestra relación con los objetos. Estos se han vuelto con mayor rapidez desechables, instalándose la adquisición de lo nuevo como una necesidad ineludible.
Estudios realizados en distintos países del globo (Antonides, 1990; Berning & Dietvorst, 1977; Box, 1983; Etchegaray, 2016; Granberg, 1997; Hanson, 1980; Harrell & McConocha, 1992; Heiskanen, 1996; entre otros) muestran cómo la obsolescencia subjetiva (Packard, 1960) y la valoración cultural de lo nuevo, superan al fracaso técnico como motivo para la rápida sustución de productos, encontrándose ancladas en una verdadera cultura de la obsolescencia.
Durante una investigación efectuada entre los consumidores de Brasil, Echegaray (2016) constató, por ejemplo, que los consumidores de este país, si bien “reconocen el papel de las empresas en la sustitución artificiosa de productos, no parecen condenar este comportamiento”. Es más, una gran parte de estos consumidores naturalizan la obsolescencia “ajustando a la baja sus comportamientos de gestión de la vida útil de los productos” (2016:10).
Como lo refiere Maycroti, la obsolescencia programada puede ser considerada “la otra cara del capitalismo”, en cuanto constituye una “fuerza histórica progresista y modernizadora”. Esta fuerza que enfatiza “lo nuevo, lo creado y lo producido” (2009:3) ha generado importantes transformaciones en las formas de relación entre humanos y no humanos. Entre ellas se encuentran los cambios en torno a los valores culturales acerca de la utilidad y no utilidad de un objeto. Estos valores están permeados por las lógicas del mercado, las que instan a reemplazar los objetos de manera cada vez más acelerada.
Si bien en Chile hay pocos estudios acerca de los efectos de la obsolescencia programada en el comportamiento de los consumidores, la Cámara de Diputados aprobó en 2021 la modificación de la Ley 19.496, relacionada con la protección de los derechos de los consumidores. Esta iniciativa prohíbe la venta y comercialización de todo tipo de aparatos eléctricos y electrónicos cuya funcionalidad haya sido alterada arbitrariamente. De esta manera, se impide acelerar el fin de su vida útil en forma anticipada. Lo anterior, ya sea por su diseño o por medio de actualizaciones posteriores.
El problema es grave. La necesidad naturalizada de adquirir algo ligeramente nuevo y, por lo tanto, aparentemente mejor, ha repercutido en un aumento exponencial de los desechos a nivel mundial. Las toneladas de basura que se producen en las diferentes ciudades del globo crecen cada año. En este escenario, Latinoamérica se encuentra entre los continentes que producen más basura en el mundo (World Bank, 2018: 20).
De acuerdo al último informe del Banco Mundial, en este continente se generan anualmente un total de 541.000 toneladas de residuos y se espera que esta producción aumente un 25% para el año 2050 (ONU, 2018). A pesar de la importancia de la obsolescencia en el moldeamiento de nuestras vidas, habitualmente no solemos reflexionar sobre sus efectos.
Tischleder y Wasserman (2015), plantean que la materia obsoleta ha eludido nuestra atención crítica porque simplemente no está hecha para ser vista. La cultura de consumo que se desarrolló con fuerza en la Norteamérica de la posguerra y que luego se expandió por el mundo, fetichiza lo nuevo y empuja la obsolescencia a “los márgenes de nuestra atención” (2015: 2). La fuerza de este fenómeno y el impacto de las redes sociales, el internet y la digitalización de la información en las relaciones intersubjetivas, han cambiado de manera radical nuestra relación con los objetos, volviéndola más precaria y transitoria.
En este contexto, queda claro que contrarrestar los efectos de la obsolescencia es un problema urgente que involucra generar las condiciones necesarias para que los consumidores puedan elegir de manera más libre aquellos productos que permiten alargar la vida útil de los objetos. Sin duda, de lo que se trata no es sólo de generar cambios a nivel de las formas de fabricación de los objetos, sino también de transformar una cultura del desecho rápido anclada en estrategias de desarrollo que a largo plazo podrían terminar por destruir nuestro planeta.
Paulina Faba
Doctora en Historia e Historia del Arte de la U. Paris, Panthéon Sorbonne
Master en Antropología Social y
Etnología de la École des Hautes Études en Sciences Sociales Magíster en Antropología
Desarrollo de la
U. de Chile y Antropóloga Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (México)- (El Mostrador-
Chile)
Recurso de imagen: www.freepik.es