En las últimas semanas hemos asistido a la quiebra de algunos bancos que, inevitablemente, provocan que en nuestra mente se revivan los primeros sucesos que dieron lugar a la crisis económica global que comenzó en 2008 y que afectó duramente a un gran número de Estados, entre ellos países del sur de Europa, como fue el caso de España.

 

Así, en un corto espacio de tiempo hemos podido asistir a la quiebra de los bancos estadounidenses Silicon Valley Bank y Signature Bank. Parece que también han sufrido problemas de liquidez la entidad First Republic y un fondo sueco de pensiones por las inversiones que habían realizado, precisamente, en estas entidades financieras.

 

Ante todos estos hechos, cabe preguntarse cómo es posible que, cuando aún seguimos teniendo en la memoria lo ocurrido en la crisis de 2008, ocurran sucesos como los mencionados, que entidades financieras afincadas en un Estado supuestamente desarrollado, puedan haber actuado con una temeridad tal que les lleve a una situación o de banca rota, o de requerir alguna clase de ayuda pública para poder garantizar su actividad.

 

A pesar de todo lo sufrido durante los años que se extendió la crisis económica de 2008, parece que parte de las entidades financieras, lejos de frenar una política de inversión especulativa en los mercados, han continuado llevando a cabo prácticas que vuelven a tensionar de forma totalmente irresponsable parte del sistema financiero, provocando que algunos bancos centrales y parte de los analistas económicos “aguanten la respiración” ante una posible nueva recesión económica.  Y todo ello sin señalar que lo indicado se produce en un contexto donde nos encontramos incursos en el conflicto armado de Rusia y Ucrania (cuyas consecuencias económicas-políticas globales, a medio y largo plazo, se desconocen) y cuando estamos comenzando una recuperación económica tras el “frenazo repentino” que supuso en todo el planeta la pandemia del COVID-19.

 

Y más inexplicable resulta lo aquí indicado si tenemos en cuenta además que esta clase de comportamientos financieros no sólo son fruto de los últimos años, sino que parecen inherentes al funcionamiento en sí de lo que podemos denominar la banca moderna. Como John Steinbeck ya recogió en su novela Las Uvas de la Ira, publicada por primera vez en 1.939, en un contexto donde criticaba la actitud de los bancos con los campesinos que afrontaban duras situaciones para mantener a sus familias, este autor escribió que “algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban las matemáticas porque podían refu­giarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fuera un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo”.

 

Aunque, evidentemente, las palabras escritas por Steinbeck son ficción, como la inmensa mayoría de las novelas, no podemos obviar que se asemejan mucho a una realidad que desde hace años se lleva viviendo por los consumidores en las sociedades occidentalizadas. La sociedad cambia, la relación de los consumidores con las entidades financieras se modifica, pero al final los bancos siguen siendo “máquinas y amos, todo al mismo tiempo”. 

 

Y por si todo lo indicado no fuera suficiente para justificar un enfado social generalizado contra este tipo de negocios o actividades mercantiles, nos encontramos ante la tesitura de que sus responsables y/o principales accionistas suelen ondear la bandera del libre mercado, casi como si se tratase de un dogma de fe, rechazando cualquier clase de intervención pública, porque es el mercado quien se autorregula y permite la creación de riqueza. Pero eso sí, sólo hasta que la especulación e inversión imprudente lleva a la quiebra empresarial. En ese momento, en el que el negocio cae en quiebra, estos inversores olvidan de forma sobrevenida las virtudes del mercado libre y exigen al Estado que, de forma totalmente paternal, soporte su no caída económica, porque dicha caída fruto de su imprudencia y especulación podría suponer una crisis económica que afectase a la sociedad en su conjunto, cuando gran parte de esa sociedad no sólo ha sido ajena a esa especulación, sino que además ha sufrido en ocasiones, de forma más o menos acusada, políticas comerciales agresivas que han podido incidir en aspectos tan esenciales como el derecho a poseer una vivienda digna.

 

Es decir, nos encontramos ante el esperpento de que mientras estas empresas se benefician económicamente, nadie debe intervenir en sus transacciones. Pero eso sí, en el momento en que existe cualquier clase de problema o inconveniente el Estado debe asegurarse de que el mercado que tantos beneficios les había dado no termine de forma abrupta con su producción.

 

Y cuando la situación parece que ya no puede ser más extravagante, resulta que en gran parte de los casos en los que las entidades financieras fueron rescatadas por los poderes públicos en 2008, estos rescates no conllevaron en parte de los Estados que las plantillas laborales de estos bancos (ajenas totalmente a las especulaciones financieras de sus responsables) no vieran afectados sus puestos de trabajo; no conllevaron que los consumidores tuvieran ayudas para poder afrontar sus deudas con estas entidades, o que las comisiones que imponían a sus usuarios disminuyeran; ni que se frenase la eliminación de determinados servicios que son esenciales, sobre todo para usuarios que tengan dificultades de acceso a las nuevas tecnologías, como es el mantenimiento de una red de oficinas de atención al cliente. Dicho sea con otras palabras, el rescate público no tuvo un rédito en la sociedad, sólo salvó los intereses de un negocio sin prácticamente pedir responsabilidades a quienes con su actitud especulativa provocaron esa situación.

 

En cualquier caso, sirvan estas breves páginas no sólo como un pequeño desahogo, sino para exponer además el deseo y la esperanza de que aunque la especulación empresarial y financiera continúe campando a sus anchas, las autoridades de los diferentes Estados frenen una explosión económica como la de que sufrimos en gran parte de los países en 2008, y que padecimos durante una gran cantidad de años después. Esperemos que no tropiecen de nuevo con la misma piedra, que los errores que puedan cometerse, más o menos excusables, al menos sean nuevos.

 

 

Miguel Ángel Serrano Ruiz

Secretario de la Fundación FACUA para la Cooperación Internacional y el Consumo Sostenible

Vicepresidente de la Asociación de Consumidores y Usuarios en Acción-FACUA

Doctor en Derecho

Máster Derecho Patrimonial Privado en el Mercado Global

Licenciado en Derecho

 

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