El derecho a una vivienda que garantice un nivel de vida adecuado y en unas condiciones de dignidad inherente a la propia naturaleza humana se encuentra consagrado en varios instrumentos internacionales, como la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 25.1) o el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 11.1). Este último tratado ha sido firmado y ratificado tanto por España como por los distintos países que integran América Latina.
A su vez, son diversos los textos constitucionales que incorporan y reconocen el derecho al acceso y disfrute de una vivienda digna y adecuada entre sus preceptos. A modo de ejemplo, puede localizarse en el artículo 4ode la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el artículo 14 bis de la Constitución de la Nación Argentina, el artículo 30 de la Constitución de la República del Ecuador, el artículo 45 de la Constitución de la República Oriental del Uruguay o en el artículo 47 de la Constitución Española.
No obstante, en el caso de España el constituyente vino a enmarcar tal derecho entre los principios que deben regir la política social y económica, excluyéndolo de la protección reforzada que ostentan los derechos fundamentales y configurándolo como una suerte de directriz o mandato constitucional programático dirigido a los poderes públicos en el ejercicio de sus competencias.
Con todo y, pese a que el propio artículo 47 impone a dichos poderes públicos la promoción de las condiciones necesarias y el desarrollo normativo apropiado para hacer efectivo el derecho al disfrute de una vivienda digna y adecuada, debiendo además regularse la utilización del suelo en beneficio del interés general para impedir la especulación, lo cierto es que las políticas legislativas implementadas han convertido a la vivienda en una mercancía al servicio del mercado.
Ello no responde más que a las reformas normativas, con una impronta marcadamente liberal, que a lo largo de las últimas décadas han tenido lugar en España. Tales modificaciones han estado orientadas a promover y facilitar el acceso al crédito y a la liberalización del suelo y del mercado de alquiler bajo la falsa premisa de que una mayor competencia contribuiría a una bajada de precios. En efecto, la adopción de dichas medidas y las deficientes políticas públicas desarrolladas en materia de vivienda (siempre ligadas a la intervención de la esfera privada) generaron que el sector inmobiliario se situara como uno de los principales motores de la economía española (que además enorgullecía a distintos gobiernos), dando lugar a que la vivienda, cuyo disfrute resulta inherente al propio desarrollo de la vida y a la dignidad de la persona, fuese objeto de especulación en beneficio exclusivo de grandes empresas constructoras y entidades financieras.
La transmisión a la ciudadanía, por parte de los poderes públicos, de la idea de que la adquisición de la vivienda en propiedad era la alternativa más segura, unida a la facilidad en el acceso al crédito y a las reformas en materia de utilización del suelo y de la normativa reguladora del alquiler (que determinaron que el arriendo no fuese una solución atractiva y estable para garantizar tal derecho), generó que muchos ciudadanos se decantasen por dicha opción pese al incremento paulatino de precios, condicionando su capacidad económica de por vida y dando lugar en numerosos casos a situaciones de sobreendeudamiento fruto de importantes carencias en materia de educación financiera.
Si bien es cierto que las medidas señaladas a corto-medio plazo supusieron un estímulo para la economía española en general, es igualmente innegable que las mismas alimentaron la burbuja inmobiliaria que terminó estallando con la crisis financiera global del pasado año 2008 (derivada de la crisis de las hipotecas subprime de verano de 2007), y que dio lugar (y todavía a fecha presente sigue haciéndolo) al impulso de cientos de miles de procedimientos de ejecución hipotecaria y lanzamientos de familias de sus viviendas, así como al rescate del propio sistema financiero español, cuyo importe de las ayudas supera los 65.000 millones de euros. Además, todo ello vino acompañado de la proliferación de fraudes masivos en los servicios financieros, con absoluta pasividad y tolerancia por parte de los organismos de control y supervisión del sector y de los propios organismos con competencias en materia de protección y defensa de los consumidores frente a la incorporación de cláusulas abusivas en los préstamos hipotecarios (limitativas de los tipos de interés, desproporcionados intereses de demora o de vencimiento anticipado, entre otras), con los perjuicios que ello ha generado tanto a los usuarios, como a la propia Administración de Justicia.
A todo lo anterior se añade que las dificultades de acceso a la adquisición de viviendas en propiedad desde que estallase la crisis financiera de 2008 provocaron un incremento exponencial de los precios del mercado del alquiler en España. Comportamiento que igualmente ha tenido lugar en las principales capitales y ciudades de los países europeos de nuestro entorno. Tal circunstancia y la existencia de un mercado laboral notablemente mermado y precarizado (cuya media salarial muestra una importante brecha también en relación con la media europea), ha venido a impedir desde entonces el acceso a la vivienda a un volumen importante de ciudadanos y familias, condenándolas a soportar una situación de completa marginalidad y exclusión social pese a la existencia de un ingente stock de viviendas deshabitadas en manos de bancos o fondos de inversión.
Dicha situación ha puesto en evidencia y destapado las vergüenzas del modelo español de acceso a la vivienda, suscitando que gobiernos recientes de corte progresista hayan priorizado e incorporado a la agenda la necesidad de llevar a cabo políticas activas en la materia (por ejemplo, el acuerdo del pasado mes de diciembre entre PSOE y Unidas Podemos para conformar un gobierno de coalición). La necesidad de intervención al respecto por parte de los poderes públicos se ha visto además acrecentada como consecuencia de la situación generada por la Covid-19 y el impacto que la crisis sanitaria ha ocasionado sobre las economías domésticas (derivado del cese masivo de actividades, despidos o ERTEs, entre otras causas).
En relación a lo anterior y, si bien desde el Ejecutivo se han impulsado y adoptado medidas urgentes para amortiguar la repercusión económica y social provocada por el coronavirus (entre otras, la suspensión de los procedimientos de desahucio en hogares vulnerables y sin alternativa habitacional, moratorias obligatorias de préstamos hipotecarios, prórrogas extraordinarias de los contratos de arrendamiento, moratorias o reducciones de las rentas de alquiler en determinados supuestos o ayudas para el pago de estas últimas, entre otras), lo cierto es que las normas adoptadas presentan importantes deficiencias, tanto desde el punto de vista técnico-jurídico como desde una perspectiva material. La mayor parte de éstas se configuran como temporales e íntimamente ligadas a la pandemia, a la vez que no tienen vocación de abarcar las reformas estructurales que el acceso a la vivienda en España viene demandando desde hace años.
El derecho a la vivienda consagrado en distintos instrumentos internacionales y en la mayor parte de los textos constitucionales de España y América Latina exige una intervención decidida de los poderes públicos sobre el mercado inmobiliario que garantice a todos ciudadanos, con la configuración de un nuevo modelo, el disfrute de una vivienda digna y adecuada para el desarrollo apropiado de la vida. Dicho disfrute no puede llevar aparejado un endeudamiento ligado a la propia existencia de la persona o una merma en la capacidad económica mensual de los ciudadanos que condicione su propia subsistencia. La vivienda no debe concebirse como mercancía objeto de especulación para el beneficio exclusivo de unos pocos cuando lo que está en juego es la protección de la mayoría social, debiendo las instituciones impulsar reformas normativas estructurales y políticas públicas eficaces que verdaderamente lo impidan.
_________________________
Jesús Benítez Cerezo. Miembro del Departamento jurídico de FACUA. Máster en Abogacía digital y nuevas tecnologías. Licenciado en Derecho – Abogado. Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración